La crítica de la Escuela de Frankfurt al capitalismo tardío

  1. Panea Márquez, José Manuel
Dirigida por:
  1. Javier Hernández-Pacheco Sanz Director/a

Universidad de defensa: Universidad de Sevilla

Año de defensa: 1991

Tribunal:
  1. Arturo Juncosa Carbonell Presidente/a
  2. César Moreno Márquez Secretario/a
  3. Pablo Badillo O'Farrell Vocal
  4. José María García Gómez-Heras Vocal
  5. María Avelina Cecilia Lafuente Vocal

Tipo: Tesis

Teseo: 30932 DIALNET lock_openIdus editor

Resumen

Es habitual, aunque no siempre se da el caso, encontrar al final de ensayos y trabajos de investigación un apartado dedicado a “conclusiones”, lo cual, a decir verdad, no pocas veces supone pedirle al lector paciente que ha llegado hasta el final, que continúe, que no se marche, que se quede un poco más con nosotros, pues pareciera que aún queda algo definitivo por decir, o quizá todo…, porque justo al final es cuando puede entablarse ese diálogo fructífero sobre aquello que, pacientemente, ha sido objeto de lectura. Y en las así llamadas “conclusiones” suele encontrarse el lector nuevamente con lo que ha ido dejando atrás, con los puntos de ese recorrido intelectual por los senderos de la obra en cuestión. No quisiera yo sacar “conclusiones” para nadie, pues quizá sea preferible plasmar aquí algunas de las ideas con las que me gustaría despedirme o reencontrarme con el lector de estas páginas, que seguramente sabrá sacar, él mismo, y sin la ayuda de nadie, sus propias ideas o conclusiones, por más que esta última expresión se me resiste a ser escrita, dado que nada más lejos de una investigación como esta que “concluir”, cuando todo cuanto aquí se ha dicho pretende justo lo contrario, que no se concluya, que se continúe pensando, que podamos seguir aprendiendo unos de otros. Pues bien, con este espíritu, y sin afán de perseguir ni de abusar más de la paciencia del lector de estas páginas, quisiera señalar algunos de los puntos que considero más importantes de esta investigación. Cuando leemos las primeras palabras de este trabajo nos encontramos con una afirmación de Habermas, a saber, “El tema fundamental de la filosofía es la razón.” Como habrá podido apreciarse durante la lectura de esta investigación, cabría afirmar que esta Tesis se cumple con rotundidad en los tres autores investigados. Pero la vaguedad de aquel enunciado exige precisar en que sentido el tema de la razón es fundamental en Adorno, Horkheimer y Marcuse en el seno de su crítica al capitalismo tardío. Quisiera volver a insistir, a estas alturas de la presente investigación, en que la crítica frankfurtiana no fue, en ningún momento, contra la Modernidad como tal, ni contra la Aufklärung, como ha pretendido Habermas, y, más aún, ni siquiera contra la razón instrumental, que, al fin y al cabo, ha sido reconocida por los tres autores como necesaria e ineludible para satisfacer las demandas de la reproducción material del mundo. Creo más bien que hay que percatarse de que sus ataques fueron dirigidos contra un proceso, contra una dinámica social que se ha vuelto indiferente para lo humano, y salvaje; criticaron no a la razón instrumental, sino a la instrumentalización de la razón y sus consecuencias, cuyo momento de máximo apogeo tiene lugar en las sociedades industriales avanzadas bajo el capitalismo tardío. Por ello no descalificaron a la ciencia y a la técnica como tales, sino que denunciaron el que hubieran abandonado su función crítica al servicio de una humanidad reconciliada consigo misma y con la Naturaleza, al servicio, en definitiva, de una Aufklärung, de un esclarecimiento y de un verdadero progreso humano. Pero, desgraciadamente, el proceso de racionalización de la realidad no tomó este camino, sino que la ciencia y la técnica fueron puestas al servicio de un sistema productivo cuyo único fin consistía en la propia autoconservación, en la extensión de su propio dominio y poder. La autoconservación sistémica, que lucha por afirmarse, que procura –hasta por los medios más insospechados y sutiles- evitar toda disfuncionalidad del Sistema, exalta, de un lado, un modelo de racionalidad que monopoliza el significado de aquello que ha de entenderse por racional y real, a saber, la razón instrumental, la razón estratégica o calculística, y, de otro, aquello que es susceptible de un tratamiento instrumental –técnico. Todo lo demás, por tanto, cae fuera de lo que puede llamarse “real-racional”. En este sentido, la absolutización de la autoconservación sistémica como único fin razonable, o mejor dicho, como el único fin dentro de lo que ya es una dinámica cerrada sobre si misma, tiende a la absolutización del único modelo de racionalidad capaz de posibilitarlo: la razón instrumental. Pero absolutizar la razón instrumental, la razón que solo entiende de medios y no de fines, implica la muerte de la utopía, la negación de todo “poder ser de otro modo”, la aniquilación de toda diferencia, la crisis, en definitiva de la dimensión práctica de la razón, crisis que deja paso a la afirmación salvaje y ciega de un Sistema sobre si mismo, y que impone su brutal dinámica sobre la Naturaleza, la cultura, y, en definitiva, sobre el propio hombre. Este es, pues, y no otro, el mensaje fundamental de la crítica frankfurtiana. Puede decirse que el modelo de esta crítica es compartida tanto por los autores de Dialeklik der Aufklärung, como por el de One-Dimensional Man. Al final, el resultado al que arriban es el mismo: el hombre vive atrapado en una totalidad -¿racional?- a pesar y gracias a la ciencia y la técnica, precisamente porque han perdido su dimensión crítica, porque son meras herramientas, meros instrumentos de un sistema productivo que solo persigue su propio interés, la propia autoconservación del Sistema. Por consiguiente, no creo que sea justo meter a Adorno, Horkheimer y Marcuse en el saco de los escépticos de la razón o de los desesperadamente esperanzados, como ya quedó apuntado en la introducción a este trabajo, sino que, simplemente, no pudieron dar la espalda a los problemas que la realidad nos tiene planteado, a la vez que postularon la necesidad de recuperar la dimensión crítico-práctica de la razón, es decir, de una razón capaz de arbitrar mundos posibles –como lo hace el lenguajes del arte- o simplemente no resignarse a que la injusticia tenga la última palabra. La exigencia de Marcuse de una transvaloración de los valores, de una nueva orientación del sentido o del proyecto de la ciencia y la técnica, de, en definitiva, una nueva antropología, apunta, sin duda, en este sentido. Arte, religión y filosofía son los tres grandes pilares que sostienen la posibilidad de un mundo diferente, de un mundo radicalmente otro respecto del “Siempre lo mismo” al que la industria cultural capitalista quiere condenarnos. Así, la experiencia estética, el arte, que es el lenguaje de lo diferente en Adorno y en la estética del último Marcuse, no ya tan centrada en el juego como descarga del trabajo-represión (así aparece en Eros y civilización), sino en la necesidad de romper el círculo vicioso que la sociedad unidimensional trazaba, y por tanto, centrada en la posibilidad, escondida en el arte, centrada en la posibilidad, escondida en el arte, de albergar el lenguaje de la diferencia, del “poder ser de otro modo” (aproximándose así la dimensión estética marcusiana a la Teoría estética de Adorno); la religión en Horkheimer, no como refugio para un imposible consuelo terrenal, no como “opio del pueblo”, ni como anhelo, como nostalgia de una justicia infinita, de un mundo radicalmente otro, pero, insisto, nunca como sustituta de la Teoría; y, por último, la filosofía, la reflexión, la crítica permanente, embarcada en la interminable aventura de despertar la conciencia de los hombres, de promover, mediante un esclarecimiento crítico-práctico, la necesidad de esforzarse en la búsqueda de un mundo más justo, y, a fin de cuentas, más humano. Pero, en definitiva, en su crítica y en sus discursos sobre el arte, la religión y la filosofía, se aprecia un esfuerzo denodado por recuperar la dimensión práctica de la razón. Tal vez hemos apreciado como entre la obra de Adorno y Horkheimer, por un lado, y Marcuse, por otro, existen distancias y proximidades. Los tres autores comparten la exigencia de una nueva razón, más propiamente humana, que sea verdadera alternativa a la razón instrumental y sus secuelas. En este sentido, comparten también la tesis central de la autoconservación sistémica como responsable de la instrumentalización de la razón y del universo natural y humano en su conjunto. Adorno y Horkheimer insistieron más en el aspecto cerrado, mítico, de la racionalización, de la Aufklärung, montaje de la propaganda y manipulación de una subjetividad que ha dejado de ser rebelde, que ya solo se adapta, mientras juega el juego, sin más, que le propone el Sistema. Por ello, creo fundamental subrayar que la crítica contenida en Dialektil der Aufklarung no puede desligarse de la plasmación de la racionalidad instrumental en la sociedad tardocapitalista, y, por ello, no puede desligarse de la crítica cultural y social, so pena, como acontece en Habermas, de incurrir en la simplificación y la descalificación fácil. El Marcuse de Eros and Civilization insiste más en el carácter represivo del proceso de racionalización del mundo, que vive bajo las presiones de una desenfrenada y salvaje lucha por la existencia. Pero a partir de One-Dimensional Man apreciamos una proximidad con los planteamientos de Adorno y Horkheimer un tanto sorprendente. Ya el centro del interés de Marcuse no será el de como acabar con la existencia entendida como trabajo, es decir, el problema de como liberarnos de la represión, sino el de como escapar al círculo mágico de lo existente, en cuya unidimensionalidad nos encontramos atrapados. Por ello, la obsesión, por así decirlo, de Marcuse en torno a la automatización del trabajo, es decir, en torno a la descarga de fatiga y aumento del tiempo libre, que es fundamental en Eros and Civilization, es sustituida por una inquietud mucho más decisiva, a saber, la de como transformar la cultura misma, que es, en definitiva, la que amordaza toda posibilidad de cambio. Se plantea entonces el problema de como es posible el cambio cualitativo, el cambio total del Sistema, y hemos visto como Marcuse plantea la necesidad de una transvaloración de los valores fundamental, es decir, la necesidad de ese cambio total del Sistema, a la vez que reconoce la posibilidad de un camino hacia la transformación de la totalidad desde dentro del Sistema, a saber, a través del cambio cuantitativo, que acabará transformándose en cambio cualitativo. Del mismo modo, Marcuse postulaba la exigencia de un hombre total que sea radicalmente otro del sujeto agresivo, dominador, competitivo, indiferente al dolor ajeno…, de nuestra actual cultura capitalista. Pero al igual que con la necesidad de una nueva cultura total, la necesidad de un hombre nuevo es fin y principio de todo cambio posible. Ese hombre nuevo será resultado de la transformación, a la vez que colabora en ella, en tanto que va forjándose progresivamente en el seno de la sociedad existente –y en ello el factor educativo, el papel de los intelectuales, es decisivo-. Por consiguiente, no creo que sea legítimo decir que los autores de la Escuela de Frankfurt practican una descalificación de la Modernidad y de la Aufklärung sin incurrir, al mismo tiempo, en una descalificación globalizadora y simplificadora, de la que he intentado escapar a través del estudio, ciertamente más detallado que el análisis habermasiano, de la riqueza y complejidad de la obra de dichos autores. Por ello, si algo separa a Marcuse de Adorno y Horkheimer es, precisamente, el que Marcuse ha encontrado la mediación que posibilita la transformación de la realidad en otra cualitativamente distinta (lo que he llamado “Teoría del cambio cuantitativo – cualitativo”), o, dicho de otro modo, la diferencia respecto de aquellos estará en que Marcuse encuentra la posibilidad de la transformación también en la propia realidad, mientras que Adorno y Horkheimer no encontraron la mediación entre la conciencia y la realidad, teniendo que contentarse con postular la exigencia de una racionalidad más humana, así como destacar la importancia de una nostalgia de justicia infinita, nostalgia que descansa en la experiencia de la finitud del hombre como fundamento de una interhumana solidaridad universal. Y, por su parte, Adorno, en sus reflexiones sobre el arte y la experiencia estética, también supo orientarnos hacia el lugar donde la diferencia aún era posible, y donde el lenguaje aún hablaba en clave de reconciliación, no de dominio. Y en todo este esfuerzo por no resignarse, por hacer que en el mundo triunfe una razón más propiamente humana, la reflexión –y la educación, ya lo hemos visto en Marcuse, pero también cabe decir lo mismo respecto de Horkheimer y Adorno- juega un papel fundamental. Adorno y Horkheimer no encontraron la mediación a partir de la realidad, es decir, necesitada de transformación, con la conciencia cosificada. Dicho de otro modo, ni Adorno ni Horkheimer podían esperar nada de la realidad, pero no por culpa de ella –que no estaba cerrada a la esperanza-, sino del saber –la instrumentalización de la razón- que así la perpetúa. En la revitalización del pensar independiente (Horkheimer), en la no resignación adorniana, pese a Wittgenstein, de decir lo que no se puede decir, de traspasar los límites del concepto, y su identidad brutal y aniquiladora, para, así, entrar en el lugar prohibido de lo utópico; en el giro marcusiano desde una liberación basada en la automatización del trabajo, a una liberación centrada la recuperación de la conciencia crítica, de la razón práctica; en estos tres pilares críticos, quedaría justificada no solo mi convicción en torno a la permanente vitalidad de la Teoría Crítica de la sociedad por ello emprendida, sino que, a su vez, encontraría justificación práctica esta investigación en tanto quehacer filosófico, en la medida en que, pese a un mundo supuestamente derruido, pese a una razón que aparentemente se desmorona, aún tiene sentido y merece la pena seguir filosofando, o, mejor, aún, tal vez sea precisamente este, por decirlo con Adorno, el momento redentor, mesiánico o utópico, de la filosofía, del pensamiento, en la medida en que, aquello que se derrumba, sea la realidad, sea la razón, sea el hombre mismo, proyecta, cual una imagen invertida, aquello otro que, justamente, se escapa, aquello que, en definitiva, podría haber sido y que, sin embargo, todavía no es. Y, precisamente aquí, creo que podría encontrar el filósofo crítico su justificación y su fuerza para no desalentar ni desesperar en la crítica de lo existente, más no como mera negatividad vacía de todo contenido, y, por tanto, vacía de utopía o de esperanza, pues, como Adorno escribiera al final ya de su Minima Moralia, en cuyas palabras quisiera desaparecer, siempre fiel a su intención emancipadora. “Para terminar. –El único modo que aún le queda a la filosofía de responsabilizarse a la vista de la desesperación es intentar ver las cosas como aparecen desde la perspectiva de la redención. El conocimiento no tiene otra luz iluminadora del mundo que la que arroja la idea de la redención: todo lo demás se agota en reconstrucciones y se reduce a mera técnica. Es preciso fijar perspectivas en las que el mundo aparezca trastocado, enajenado, mostrando sus grietas y desgarros, menesteroso y deforme en el grado en que aparece bajo la luz mesiánica. Situarse en tales perspectivas sin arbitrariedad ni violencia, desde el contacto con los objetos, solo le es dado al pensamiento. Y es la cosa más sencilla, porque la situación misma incita perentoriamente a tal conocimiento, más aún, porque la negatividad consumada, cuando se la tiene a la vista sin recortes, compone la imagen invertida de lo contrario a ella”.